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jueves, 22 de febrero de 2018

Un niño que no deja de sorprender


Hay veces que, las situaciones que menos nos esperábamos que tuvieran conexión, son las que más nos ayudan.


Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que Ángel fue a al piscina. Era realmente pequeño y, ver una “bañera” tan grande en la que su cuerpo no tocaba ningún límite, era algo que lo inquietaba, así que decidió no soltarse de mis brazos. Mientras yo lo sujetaba, sonreía, disfrutaba, pero que no se me ocurriera hacer el intento de que se agarrara a algo. Él tenía muy claro que mi deber era mantenerlo a flote y a salvo de esa monstruosa inmensidad de agua. Yo siempre había tenido claro que mi deber era mantenerlo a salvo.

Como no había forma de que se soltara, ese verano fueron muy contadas las veces que fuimos a la piscina. Él prefería lo que venía después del agua: sentarnos en el césped a comer tortilla y pechugas empanadas. Era el menú piscinero.

Al año siguiente, probamos directamente en una piscina en la que él pudiera hacer pie e ir soltándose. La idea no le convenció, el agua no era su sitio. De nuevo fueron pocas veces las que fuimos a la piscina.

Por otra parte, a mí me resultaba cada vez más complicado bañarlo, porque ducharlo era algo directamente imposible. Eso de que chorritos de agua, que salían de una cosa metálica, rozaran su piel, no estaba en sus planes. Menos aún echar la cabeza hacia atrás para que yo le aclarara el pelo. 

Así que, al igual que cuando era bebé, me tocaba llenar la bañera hasta un nivel que le cubriera mínimamente, y tumbarlo y sujetarle la cabeza para aclararle el pelo. Un show, lo prometo.
Compré una jarra de plástico con un lado de goma, para ajustarse a su frente esa parte y yo poder echar el agua por el pelo, hasta cierto punto resultaba, pero Ángel se empeñaba en hacer fuerza contra la goma y más de una vez terminaba toda el agua de la jarra en su cara.

Pues bien, a punto de cumplir 4 años, volvimos a intentar que entendiera que la piscina era un buen sitio donde divertirse en verano. Esta vez, fuimos a otra piscina diferente, una en la que había escalones que se iban metiendo en el agua y poco a poco iba cubriendo más. La toleró, seguía siendo mejor el momento pechuga-tortilla, pero oye en el agua se estaba bien. Hasta que un día me puse a flotar a su lado y él se quedó mirándome. Al ver que le llamaba la atención, le ayudé a hacerlo, sujetándole todo el tiempo porque requiere algo de práctica. Llegó un punto que le gustó tanto, que me lo pedía. Y la forma de pedírmelo era ponerse a mi lado y echar un poco la cabeza hacia atrás para que yo le sujetara de la nuca y le levantara las piernas.

Y así empezó Ángel a gustarle el agua, echando la cabeza hacia atrás para subir las piernas y flotar como una medusa a la deriva. Lo cual a mí me vino genial porque también empezó a hacerlo en la bañera y por tanto pudimos ir empezando a tolerar la ducha, tanto en la piscina, antes y después del baño, como en casa.

A día de hoy, Ángel va a natación, ha mejorado muchísimo su coordinación. Se atreve incluso a saltar al agua y el año pasado conoció el mar, pero eso os lo contaré otro día ;)

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